Zombilandia

Es curiosa la metamorfosis que ha sufrido el significado del término zombi, originario del universo caribeño del vudú. En un principio, un zombi no era otra cosa que un esclavo confeccionado por un ser sin escrúpulos a base de pociones de incierta composición, aunque se especula que la fórmula contenía dos ingredientes fundamentales y que no son otros que el échate pallá y el no te menees:

  • Por un lado tenemos la tetrodotoxina (TTX), una toxina que se encuentra en el pez globo. El siniestro filtro la contiene en una dosis semiletal. Esta toxina es fuertemente paralizante, capaz de crear un estado de deceso aparente durante varias jornadas, mientras tanto, la víctima sigue consciente a pesar de parecer más tiesa que un ajo.
  • Por otro lado nos encontramos con el estramonio, un clásico de la brujería. Esta planta coloca que es una barbaridad. Ataca a la corteza cerebral, zona del cerebro dedicada a percibir aquello que nos ocurre y que nos rodea, también se ocupa de imaginar, pensar, decidir, valorar, además de manejar la capacidad de entender y producir el lenguaje. El estramonio es la planta encargada por tanto de robar la voluntad del potencial no muerto.

Así que el zombi clásico consiste tan sólo en una persona que dimos por muerta y que un brujo con muy mala pipa mantiene vuelto de revés a perpetuidad para su propio beneficio. Pero cuando hoy hablamos de zombis un concepto nuevo se apropia de este término, es lo que tiene la desconsiderada e irreverente cultura pop. El muerto viviente se emancipa de su amo hechicero para trabajar a destajo para su nuevo dueño: la destrucción de la propia raza humana. No sé ustedes, pero yo veo una hermosa moraleja en estos entes no vivos. Una pista clara que explica el miedo que la Humanidad se da a sí misma.

En mi particular visión, los zombis en realidad somos nosotros mismos en esta sociedad moderna y globalizada que nos ha tocado vivir. Ese gran rebaño que corre sin saber adónde en estampida, arrasando todo aquello que encuentra a su paso, destruyendo los recursos de su propio hábitat, explotándolos.

Con estos ingredientes no es extraño que nos atraiga tanto la figura del zombi, ya que en realidad vemos en su historia el inevitable fracaso al que nos podría llevar nuestra actual apuesta social. Y en cierta manera nos reconforta que nos cuenten historias de zombis modernos, ya que así, de forma involuntaria, estamos mugiendo al mundo entero que somos conscientes de que somos vacas corriendo en estampida hacia un barranco. Y nos consolamos impotentes con que la culpa no es nuestra sino de todas esas vacas que vienen empujando desde atrás. Poesía pura.

Zombilandia fue una categoría pura de la antigua Puyahumana. En un principio sólo recogía los particulares homenajes que me gustaba regalar a los ídolos de nuestra cultura. El invento era sencillo, consistía en zombificar aquellos personajes relevantes que por derecho formaban parte de nuestra mitología moderna. Sólo debían cumplir un requisito para que me dedicara a jugar con ellos: Estar muertos. Pero no me crean tan indolente. Recuerdo las ampollas que me levantó el diseño de esta colección, sobretodo después de leer la opinión de Aleida Guevara March, la hija del Che, sobre el manoseo de la imagen de su padre. Después de un intenso debate interno, logré dar razón de ser a estas interpretaciones iconográficas: No zombificaba a la persona, sino al mito. Sé que es polémico pero el arte debe derribar los muros de lo políticamente correcto. Yo lo veo así.

Para esta nueva etapa, Zombilandia será un híbrido que albergará además toda mi producción nacida de la admiración que les profeso, de este fetichismo por los muertos pero no muertos, la cual, dicho sea de paso y para su información, no es poca.

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